domingo, 5 de agosto de 2012

Claro que no lo hice, claro que no lo hiciste.

El ejemplar viejo y manoseado de ''La Caída'' de Albert Camus fue lo que me llamó la atención. Lo sostenían unas manos pálidas, grandes, de hombre y con esmalte saltado en las uñas. Esas manos me invitaron a recorrer todo lo demás. Caminé por tus brazos y tus piernas, cada detalle de tu ropa colorida, de esa funda que prometía una guitarra. Dejé la cara para lo último, a medida que el deleite crecía, trepaba por tu cuello, sin perder detalle de esa blancura, de cada lunar, de cada pelo. Llegué a tu cara seria, concentrada en la lectura. Labios apretados, que de tan tentadores eran casi obscenos. Estabas muy lejos de ahí. Varias personas me tapaban tu asiento de a ratos así que tuve que hacer varias maniobras discretas para tratar de meterme a ese pequeño mundo rebelde que prometías sin haber dicho nada., sin siquiera mirarme. Camus que decía que cada acto de rebelión expresa una nostalgia por la inocencia. Entendí eso cuando una nena se sentó al lado tuyo con un muñeco y vos no podías sacarle los ojos de encima, la mirabas con una ternura inmensa. Hasta le dedicaste una media sonrisa. 
La media sonrisa ya me había dejado bastante volteada y ciertamente no estaba preparada para lo que siguió. Hace quince minutos que viajábamos juntos, en esos quince minutos me había peinado unas veinte veces, había sacado y guardado cinco veces un libro y me había acomodado la ropa incontables veces. Si bién desde que advertí tu presencia esperaba conocer tus ojos y había planeado sonreirte. Como siempre me pasa, en mi cabeza me creo más ganadora y menos boba de lo que soy. Me miraste y no solo que no sonreí, sino que probablemente estaba poniendo alguna cara rara. Como sea, tenías unos ojos hermosos. Mirá que no soy fan de los rubios y sus ojos claros. Pero tus ojos eran enormes, de un azul perfecto. Cruzamos un par más de miradas, creo que te sonreí. O no, me bloqueé tanto que ni me acuerdo. Llegando a la media hora del viaje, se desocupó un asiento frente al tuyo al que me lancé en picada. Quizás ahí sí te sonreí tímidamente, de la única forma que me sale. Me causa mucha gracia haber estado convencida en algún momento de que quería sostenerte la mirada y sonreírte sensualmente porque realmente no soy capaz de ninguna de las dos cosas. El viaje llegaba a su fin. Sabía que ibas a bajar en Acoyte y Rivadavia, como todos los demás. Caminamos media cuadra juntos, te miraba cada tanto mientras cruzábamos Acoyte y me sentí invadida por la desesperación cuando vi que seguías para el lado de Rivadavia. Te miré una última vez antes de doblar y justo te diste vuelta. Me convencí de que era solamente una coincidencia y seguí caminando, aguantando las ganas de salir corriendo y buscarte, solo para decirte que eras lindo y luego correr a esconderme debajo de una piedra. Claro que no lo hice. Caminé hasta la parada del siguiente colectivo que tenía que tomar y esperé algún milagro, como ver que volvías corriendo. Claro que no lo hiciste. Esas cosas no pasan.

2 comentarios:

C.V dijo...

Oh, qué genial! Esos encuentros que rápido se convierten en desencuentros y que una espera que vuelvan a ser encuentros, de esos lindos!
Escribís bonito!

Anónimo dijo...

Si pasan... no siempre, pero pasan. No pierdas la esperanza.