Vivo en el mismo barrio hace más de diez años. En frente de mi casa hay una escuela a la que fui hasta hace un par de años y toda mi cuadra está adornada por naranjos. En otoño, los naranjos florecen y el perfume inconfundible me llena los pulmones. El otoño tiene olor a azahar. En primavera empiezan a crecer las naranjas. Los últimos mediodías del año escolar eran siempre celebrados entre naranjas voladoras, vidrios rotos y vecinas enojadas. Fuera de esas guerras, nunca probé una de esas naranjas. Me vine a vivir acá a los cinco años y desde aquella primera vez que estiré la mano para sacar una naranja y una vecina me dijo ''ni se te ocurra probar eso, esas naranjas son amargas y no se comen'' jamás probé una. Hoy volvía a mi casa y mientras caminaba por la calle pateaba una naranja caída. La levanté y le hice un agujero las uñas para ver qué tan terrible podría ser. Olía como cualquier otra naranja, se veía como cualquier otra naranja pero el sabor era espantoso.
Se supone que acá es donde debería haber alguna metáfora, moraleja o reflexión sobre naranjas, personas y demás. Pero no es así, es solo el cuento corto de un recuerdo, sin dobles sentidos, sin vueltas, solo el relato de la degustación de una naranja amarga. Perdón.
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