Él siempre tenía una respuesta para todo y eso es algo que siempre me sacaba de quicio. Odiaba esos aires intelectuales, las ojeras permanentes debido a noches enteras de café, cigarrillos y escritura, detestaba que aparentara seguridad, que me tratara como a una nena y su voz, hablaba demasiado bajo, siempre tenía esa excusa para acercarse y hablarme al oído. A riesgo de caer en un cliche bastante feo y enfermizo, muchas de esas cosas que no me gustaban era las mismas que lo hacían terriblemente atractivo. Su experiencia, las cosas que había visto, su calma, ese excelente gusto para todo, el talento poco normal de ordenar palabras cotidianas para contar las mejores historias, esa distancia espiritual que lo hacía imposible, los ojos brillosos, curiosos, llenos de promesas de romanticismo, el aliento tibio contra mi cara, los inviernos con olor a café, chocolate y libros usados.
Él me hacía sentir cosas.
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